Por: Mario Javier Pacheco
Aquella vez los ladridos no arrullaron la lejanía sino que la espantaron y aunque clavaron sus colmillos al silencio con más escándalo que de costumbre, nadie se alarmó; las calles de Ocaña siguieron durmiendo esa madrugada porque no sabían que los perros les estaban alertando el sacrilegio.
11 de marzo de 1981, un poco antes de las dos de la mañana el argentino de veintiséis años, Carlos Alberto Delveccio Bótaro, avanzó, pegándose a las paredes por la calle de La Amargura hasta la tienda de Ana Fuentes y volteó con dirección a la Iglesia de Nuestra Señora de las Gracias de Torcoroma.
Esquivó un par de borrachos que mascullaban maldiciones y aguzó la vista porque vio luz en la sede del Sindicato de Trabajadores. Esperó unos instantes, calculó vientos y ruidos y caminó como un gato hasta la puerta entreabierta. Lo siguieron, rozando su cuerpo, Luis Alberto Rincón y Oscar Rodríguez, cómplices del crimen con el que cobraría venganza contra los ocañeros.
– Están distraídos – susurró.
Con la mano ordenó que lo siguieran y en un santiamén las tres sombras llegaron a la esquina de la calle Real, frente a la iglesia.
Iban a robarse la Virgen.
La Virgen de Torcoroma fue proclamada por el Papa Pablo VI como Patrona de la Diócesis de Ocaña, porque allí, vestida de árbol, se apareció a Cristóbal Melo, campesino fabricante de melaza y panela que había comprado once años antes a mi exabuelo Juan Martín Pacheco y Carvajal, unas hectáreas de la montaña que llamaba «Torcoroma».
La mañana del 16 de agosto de 1711 Cristóbal buscaba, con dos hijos, un tronco del que pudiera hacer una batea para batir melaza y viendo el que les pareció mejor, procedieron a partirlo. Desde el primer hachazo la piel se les erizó, porque con cada golpe, el árbol emanaba un aroma celestial que inundaba el bosque. Siguieron hiriendo su tronco, hasta que de pronto saltó una astilla, de un jeme de largo, dejando al descubierto, en el tronco, la imagen de María Inmaculada en alto relieve y en la astilla, que había caído al piso, la misma imagen en bajo relieve.
Los labriegos llenos de confusión cayeron de rodillas. La virgen se había hecho naturaleza, burilada por Dios, para bajar a Ocaña.
La noticia de su aparición se difundió rápidamente y desde entonces al santuario suben las almas atribuladas en busca de consuelo, o en acción de gracias, o cantando sus penas y bajan con sus penas salvas. El fervor que se entronizó en los ocañeros de aquel tiempo, se repitió en los ocañeros de las generaciones siguientes.
Su imagen, además de símbolo sagrado, es un factor de identidad, que las gentes de la provincia portan en sus vehículos, en sus billeteras, en sus escapularios. Incluso se le rinde tributo en las pilas bautismales, que en la región son pródigas de Torcoromas.
Los siglos y la generosidad de los feligreses la obsequiaron de oro y piedras preciosas, incrustadas por expertos orfebres en el óvalo sagrado. A nadie se le ocurrió que pudieran despertar codicia. Su dueña era la misma Madre de Dios.
Delveccio lo sabía y se complacía imaginando el impacto de su sacrilegio en el alma de la comunidad. Dos cuadras abajo, junto al parque, tenía estacionado el Toyota amarillo que utilizaría para la fuga.
Había llegado a la ciudad ocho meses antes y en corto tiempo logró convertirse en un personaje popular, gracias a “Charlie” la discoteca que acondicionó en el barrio de La Primavera, a su porte seductor y a su acento gaucho, irresistible entre las jovencitas bien de la sociedad ocañera, que no solo se entregaron a sus caprichos libidinosos, sino que convencieron a sus padres para que invirtieran en el fabuloso negocio de la discoteca.
Se rumoró que “Charlie” era lugar de orgías y consumo de alucinógenos, pero al fin de cuentas, el sitio de moda, así que los fines de semana siguió colmándose y el argentino derrochando, hasta que el castillo de naipes se desmoronó por sus cimientos, porque gastaba más de lo que ganaba y porque adquirió la mala maña de dejar una novia ilusionada por otra a la que pudiera sacar dinero. Las jóvenes traicionadas comenzaron a amenazarlo y los inversionistas, asustados por el desorden contable, acudieron a la justicia. La junta de vecinos del barrio solicitó a la policía el cerramiento de la discoteca y quedó acorralado por todas partes. Quería venganza. Antes de partir haría saber a todos quién era Carlos Alberto Delveccio.
El brillo de dos faros intempestivos hirió los ojos a los pillos y segundos después retornó la oscuridad.
– ¿Quien venía en ese coche? Maldijo el argentino.
– Ni el carro ni el tipo son de por aquí, seguro llegan de Cúcuta
Empujaron la puerta de la casa en construcción colindante con la iglesia y los goznes chirriaron haciendo crispar a Delveccio, quien creyó haber alertado al vecindario. No fue así, el silencio siguió denso, mordido por los colmillos de los canes lejanos que se retorcían en el aire con ladridos in crescendo, ni siquiera aupados por las ánimas pudieron despertar a nadie.
Por entre escombros llegaron a la pared medianera y ágilmente treparon al techo de la iglesia. El argentino apretó el mazo con su envoltura de trapo, apartó unas tejas y con golpes sordos fue espolvoreando el soporte de varas de cañabrava, hasta que la tronera le pareció suficiente.
Hizo doble nudo al lazo sobre el caballete y descendió seguido por Rincón a la sacristía, donde esperaron que Rodríguez les alcanzara la escalera y bajara también. El altar presentaba un aspecto fúnebre, titilando a la luz de veladoras y desdibujando en las paredes sombras siniestras.
De una sola zancada Delveccio trepó al altar, descorrió la cortinilla que cubría la reliquia enmarcada en un óvalo de oro y comenzó a apalancarla con el cabo del mazo por todas partes, los minutos transcurrían. Logró separarla un poco de su base, introdujo los dedos y tiró con todas sus fuerzas, pero la imagen parecía fundida al nicho.
De las sombras emergió un chillido que horrorizó a los hampones pero Delveccio no soltó la virgen, hasta que un súbito relámpago, alarido del cielo, lo arrojó al suelo y rodó con la sagrada presea entre sus manos. Se incorporó rápidamente, lanzando imprecaciones a Rodríguez y Rincón que parecían cadáveres y salieron a toda carrera por la puerta de la entrada lateral.
Había viento de borrasca cuando ganaron la calle y en la casa episcopal el obispo Ignacio Gómez Aristizabal despertó con una opresión en el pecho que le obligó a arrodillarse a los pies de su cama y silabear una oración, para que los demonios no cayeran sobre la ciudad.
Los hampones corrieron despavoridos, sintiéndose seguidos por las sombras que habían visto en la iglesia y por algo monstruoso que les gruñía cerca de sus pantorrillas.
Llevaban la virgen.
Presas de terror saltaron al Toyota y en minutos atravesaron la ciudad hasta la discoteca donde abordaron el Jeep Comando del gaucho. Quince minutos después rodaban a toda velocidad sobre la carretera hacía Aguachica en busca de Barranquilla, para salir desde allí al exterior. Nunca sintió Delveccio su jeep tan pesado, ni la dirección tan dura, ni el sol tan ardiente como esa mañana en las planicies del Cesar.
A las dos y treinta de la madrugada el vendedor de tinto Carlos Daniel Sarare observó la puerta abierta de la iglesia y dio aviso al Comando de Policía.
Con las primeras luces del alba, el obispo y Monseñor José Francisco Rodríguez llegaron a la iglesia donde los esperaban dos policías y algunas beatas de la Congregación Mariana, que hacían aspavientos y reclamaban por la precaria seguridad que les brindaba el alcalde. No imaginaban, jamás, que el objeto del robo pudiera ser la imagen sagrada.
Entraron con prisa y observaron el suelo que estaba cubierto de flores destrozadas y de pedazos del velo del altar, el sagrario abierto ya no contenía los copones que la noche anterior habían dejado llenos de hostias bendecidas. Tampoco estaba el estandarte de la virgen, ni los dos cálices de la sacristía. Observaron la huella de los zapatos del diablo sobre el altar y al unísono, los prelados miraron las cortinas rotas del nicho de Nuestra Señora y sus ojos se desorbitaron.
-¡Se robaron la Virgen!
Cayeron de rodillas con los brazos abiertos, las beatas los imitaron dando gritos y en la calle los curiosos hicieron lo mismo y luego los transeúntes y los que se encontraban más lejanos, haciendo una ola que arrodilló a quienes se hallaban varias cuadras a la redonda.
Las campanas desgarraron el aire tocando a rebato y en minutos, Radio Sonar y Radio Catatumbo comunicaron en noticieros extraordinarios la mala nueva. Su patrona centenaria había desaparecido. Se la habían robado.
-¡Sacrilegio! Gritaron las beatas
-¡Sacrilegio! Repitieron las emisoras
-¡Sacrilegio! Contestaron en los colegios.
Ocaña se conmocionó. A las nueve de la mañana cinco mil personas se apiñaron en la Plaza 29 de Mayo. Jamás nadie, ningún evento había logrado congregar semejante masa humana, que babeaba de desconcierto y de rabia.
La confusión era extraordinaria, las gentes bramaban exigiendo cosas inverosímiles: que llamen al Papa, que renuncie el presidente, que se imponga la pena de muerte, en fin, el inicio del apocalipsis. Habló el obispo; habló el alcalde Alfonso Carrascal Yaruro y habló el Capitán Pachón Buitrago.
Ningún ocañero podía eximirse de su obligación de buscar a la virgen y las puertas de los colegios escupieron marejadas de muchachos decididos a encontrar a su protectora. Buscarían debajo de cada piedra y juraban linchar a los culpables.
Surgieron versiones falsas, especulaciones que hacían correr a la gente de un lugar a otro y se expidió el comunicado oficial:
«El Gobernador del Departamento y el Comandante de Policía de Norte de Santander informan a la opinión pública: que en el día de hoy, aproximadamente a las 02:30 horas en la ciudad de Ocaña, personas desconocidas penetraron a la iglesia de «Nuestra Señora de las Gracias de Torcoroma», sustrayendo la imagen de la Virgen, un cáliz, tres copones, un estandarte y joyas sagradas avaluadas en la suma de cien millones de pesos»
-¡Que cierren la salida a Río de Oro, a Cúcuta, a Convención y que avisen a los municipios vecinos!
Los subalternos informaron al comandante que la orden no podía cumplirse porque los ladrones cortaron las líneas telefónicas en su huida y la ciudad estaba incomunicada. El paroxismo se apoderó de algunas mujeres que en plena plaza lanzaban gritos y rasgaban sus vestidos.
– ¡Fue Delveccio!
Alguien lo denunció y la multitud corrió a la discoteca del argentino. Sobre el mostrador hallaron láminas doradas pertenecientes a la joya. Quedó identificado el culpable.
Un chofer de taxi que se cruzó con los sacrílegos en la cuesta de Sanín Villa, describió las características del jeep y al instante la policía dispuso operativos de emergencia en Boyacá, Cesar y Santander, pero de ningún lugar se reportó la presencia de los pillos.
A las diez de la mañana el jeep fue detenido por la Vial en operación de rutina sobre el Puente Pumarejo.
Marina Álvarez Navarro, residente en Barranquilla y vecina de la Capilla de la Torcoroma, fue informada de la descripción del carro y estaba alertando a las autoridades, pero no alcanzó a dar aviso al retén en que se encontraba detenido Delveccio.
Uno de los policías, el ocañero Yurgen Trujillo Carrascal, sintió una corazonada y decidió requisar el vehículo.
Papeles en regla, extintor, luces, todo normal, el auto era nuevo y de lujo. Descubrió una caja oculta en la carrocería, bajo el tapizado y la abrió. Ante sus ojos apareció el estandarte y los cálices de oro. No daba crédito a sus ojos, siguió buscando y extrajo al fin la reliquia, envuelta en una hoja de periódico del Diario de La Frontera.
No podía concebir que la que tenía en sus manos fuera su santa patrona y se llenó de nerviosismo y recogimiento.
Cayó de rodillas con la patrona celestial en sus manos, tenía la lengua apelotada de la emoción, pero sus compañeros, sin comprender la dimensión de lo que ocurría, procedieron a detener a Delveccio y sus compinches.
La imagen fue llevada a las instalaciones del F2, de donde la retiró horas más tarde el gobernador de Norte de Santander Adolfo Martínez Badillo, que voló de emergencia a Barranquilla junto a los senadores Argelino Durán Quintero y Fernando Carvajalino Cabrales, quienes la condujeron a la iglesia de su advocación en la calle 84 con 51, que era ya un hervidero de gentes lideradas por Marina que bailaban y cantaban, dando gracias por la liberación de la virgen en esa tierra arenosa que los había acogido y felices de poseer de manera tan inusitada, a su patrona.
En tanto en Ocaña, la multitud seguía llegando a la plaza del 29 de Mayo, furiosa, exigiendo castigo ejemplar para el sacrílego. Algunos vociferaban amenazando linchar a Delveccio una vez tocara tierra ocañera. El ambiente presagiaba disturbios incontenibles, pero a las tres de la tarde la calma se apoderó de los habitantes cuando el obispo Gómez Aristizabal, querido como santo, celebró una misa campal y apaciguó la belicosidad de los feligreses, que lentamente se dispersaron.
Al día siguiente llegaron a Barranquilla el obispo Gómez, el párroco de la catedral, monseñor Rodríguez, el Alcalde Carrascal y unas ochenta personas que arribaron en sus vehículos y motocicletas.
El 13 de marzo a las 7:30 de la mañana partió la emotiva caravana de retorno presidida por la Virgen, para que fuera saludada por los devotos de los pueblos de la carretera y del río.
Recuerda monseñor Rodríguez que “a lo largo de la carretera, sobre todo en Pailitas, Pelaya, Aguachica y Río de Oro, la gente esperaba a la Virgen con banderas, arcos de palmas y flores. Y cada rato llegaban más y más automovilistas a unirse a la caravana. Los nazarenos esperaron la imagen en La Gloria y la tomaron para llevarla en hombros, pues hasta allí había venido la máquina del cuerpo de Bomberos. Fue una manifestación colosal. El Parque Santander estaba literalmente colmado”
El argentino iba con sus compinches en la caravana triunfal, bajo una manta que lo protegía de las miradas y esposado, dentro de una camioneta de vidrios oscuros; las autoridades temerosas de su linchamiento a manos de la encolerizada turba, lograron introducirlo sin que nadie se percatara a la cárcel del circuito.
Las cárceles se rigen por normas ocultas, invisibles, pactos públicamente secretos que se conocen y practican entre los presos, por ejemplo la estratificación social que no depende de abolengos ni riquezas, que allí no valen, sino en razón al crimen cometido: los ladrones, ratas, son despreciados, a menos que el delito haya sido planificado o ejecutado con armas. Los asesinos están en la escala más alta y los violadores en la más baja. Estos últimos son despreciados y agredidos desde el momento que ingresan a prisión, por los demás presos que hacen suyas la ira y el dolor de padres y hermanos de la mujer violada.
A Delveccio le dieron trato de violador.
Rafael Niño, un electricista fornido, de carácter violento y muy devoto de la Torcoroma, porque es a ella a quien los presos imploran por su pronta liberación, supo que dejarían a Delveccio en su patio y urdió el plan con Gustavo López y con un sargento retirado.
Luego de una atroz paliza, el argentino fue metido de cabeza en una alberca y estaba a punto de ahogarse cuando unos guardias, sin muchas ganas, le salvaron la vida.
Sentenciado a muerte por los reclusos ocañeros, Delveccio fue trasladado de manera inmediata a un penal fuera de la ciudad, del cual, con el correr del tiempo logró huir y se convirtió en prófugo de la justicia por más de quince años, corriendo de un lado a otro, temeroso y maldiciendo su suerte, hasta que cayó abatido a tiros por efectivos de la Policía Técnica Judicial, en Venezuela.
Ahora comparece ante el terrible juicio de Dios por sacrílego y enfrenta una condena que no alcanza a concebir la mente humana.
Que la Virgen de Torcoroma lo asista.
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