Por Mario Javier Pacheco García
Era América un milagro de gentes civilizadas y cultas. Incas, aztecas, chibchas, mayas, sociedades milenarias que apreciaban la belleza, las candongas de oro, el arte y el verso tanto como el valor y el honor, creían en sus dioses buenos y malos, cultivaban, construían y había palacios para la realeza y casuchas para la plebe y ¡ay de los esclavos! No se pertenecían a sí mismos. América tenía un desorden ordenado.
Era Europa un milagro de gentes civilizadas y cultas. Italianos, españoles, portugueses, ingleses, sociedades milenarias que apreciaban la belleza, las candongas de oro, el arte y el verso tanto como el valor y el honor, creían en sus dioses buenos y malos, cultivaban, construían y había palacios para la realeza y casuchas para la plebe y ¡ay de los esclavos! No se pertenecían a sí mismos. Europa tenía un desorden ordenado.
Un día América y Europa se encontraron en América y el puñado de visitantes fue grosero, treinta, cien, cien mil visitantes agredieron en su propia sala a uno, dos, diez millones de americanos y a los reyes y señores que aquí gustaban del arte y del honor les pusieron el collar de esclavos y les quitaron sus candongas de oro, sus mujeres, su verso, su valor y su honor.
¿Cómo pudo pasar esto? En el arte de la guerra los más ganan a los menos y cuando los menos ganan es porque los más no son tantos, o porque no tienen armas, pero cuando las armas contrarias son arcabuces de un tiro que por lo general se entrapan y un cañón que produce más ruido que muertos y además cuando la diferencia entre los más y los menos sobrepasa de millones de personas, el asunto no tiene explicación.
Para que hubieran ganado los menos tuvo que ser, o porque los americanos se traicionaron unos a otros, o eran tan simples y timoratos de carácter que se dejaron vencer con el solo relucir de corazas y se aterrorizaron por la pelambre de los rostros blancos. Claro que algunos pelearon, pero terminaron colgados de los tobillos, sin cabeza y los perros españoles saciando el hambre con sus cuerpos.
El caso es que los europeos llegaron e hicieron gala de una crueldad inconcebible, entrenada durante dos siglos en las mazmorras de la inquisición, para lograr mucho más que las candongas de oro y para que sus barcos zarparan con toneladas de riquezas y se devolvieran con gente más ambiciosa.
Potosí, Zacatecas y Ouro Preto cayeron en picada desde la cumbre de los esplendores de los metales preciosos al profundo agujero de los socavones vacíos,[1]
Desde tiempos homéricos se honraban los dioses con oro, el Arca de la Alianza era de oro, el becerro de oro que indignó a Moisés era de oro y de oro los ídolos y sus altares y sus ofrendas; también en América eran de oro los santillos chibchas, los pectorales incas, las tobilleras mayas, las narigueras aztecas y de oro en polvo se cubría Guatavita para bañarse en la laguna. La religión nativa fue el primer arcón que deslumbró la codicia de los barbudos.
A Tibasosa llegó Gonzalo Jiménez de Quesada en 1537 y a Suamox el 4 de septiembre. Allí su capitán Baltasar Maldonado mata con un martillo al cacique Tundama y, dos de sus soldados, Juan Rodríguez Parra y Miguel Sánchez, incendian el Templo del Sol, el lugar sagrado de los muiscas, buscando oro.
Y dice Tzinacán ya preso, sobre Qaholom, la pirámide quemada por Pedro de Alvarado:
“La víspera del incendio de la Pirámide los hombres que bajaron de altos caballos me castigaron con metales ardientes para que rebelara el lugar de un tesoro escondido…me laceraron, me rompieron, me deformaron y luego desperté en esta cárcel que ya no dejaré en mi vida mortal”[2]
Y un testigo anónimo en el templo mayor de Tóxcatl:
“Los que estaban cantando y danzando estaban totalmente desarmados. Todo lo que tenían eran sus mantillos labrados, sus turquesas, sus bezotes, sus collares, sus penachos de pluma de garza, sus dijes de pata de ciervo. Y los que tañen el atabal, los viejecitos, tienen sus calabazos de tabaco hecho polvo para aspirarlo, sus sonajas.
A éstos (los españoles) primeramente les dieron empellones, los golpearon en las manos, les dieron bofetadas en la cara, y luego fue la matanza general de todos éstos. Los que estaban cantando y los que estaban mirando junto a ellos, murieron. En donde mataron a la gente fue en el Patio Sagrado.”[3]
El santuario de Suamox, la pirámide de Qaholom, el templo mayor de Tóxcatl y todos los lugares del ritual de América fueron profanados y destruidos, el vasallaje comenzó por hacer entender a los nativos que para los recién llegados el cagajón equino tenía más significado que sus creencias sagradas, y humillando a sus dioses los aterraron.
“De pronto, de golpe, acaban los gritos y los tambores. Hombres y dioses han sido derrotados. Muertos los dioses, ha muerto el tiempo. Muertos los hombres, la ciudad ha muerto.
Reina un silencio que aturde. Y llueve. El cielo relampaguea y truena y durante toda la noche llueve.
Se apila el oro en grandes cestas. Oro de los escudos y de las insignias de guerra, oro de las máscaras de los dioses, colgajos de labios y de orejas, lunetas, dijes. Se pesa el oro y se cotizan los prisioneros. De un pobre es el precio, apenas, dos puñados de maíz… Los soldados arman ruedas de dados y naipes.
El fuego va quemando las plantas de los pies del emperador Cuauhtémoc, untadas de aceite, mientras el mundo está callado y llueve.”[4]
De allí en adelante solo quedó la degradación, a los reyes nativos les quitaron el cetro y les dieron un azadón para remover el estiércol de los cerdos.
“Y al salir iban con andrajos, y las mujercitas llevaban las carnes de la cadera casi desnudas. Y por todos lados hacen rebusca los cristianos. Les abren las faldas, por todos lados les pasan la mano, por sus orejas, por sus senos, por sus cabellos.”[5]
No es entendible como se dejaron vencer los millones por los miles, pero se dejaron y dieron paso a los peores vejámenes, que incluso alarmaron a los torturadores oficiales de la corte española, y comenzaron a florecer los humanistas como Bartolomé de las Casas, y los protectores de indios y las primeras damas caritativas que regalaban las sobras de su comida a los indígenas
Una de las declaraciones en el juicio seguido en la Real Audiencia, contra el encomendero de Tunja Diego Hidalgo de Montemayor por torturas a los indios, fue la del testigo don Pedro:
“Toca, 11 de agosto de 1577: Don Pedro, cacique de Toca, dijo que lo que sabe y pasa de lo que se le ha preguntado es que cuando vino Diego Hidalgo a sacar los santuarios, era cacique de este pueblo un tío suyo que se llamaba don Joan, que le dijo que no tenía santuario; y que el dicho Diego Hidalgo mandó a un negro suyo llamado Andrés y que dicho negro le amarró las manos con una soga y le colgó de una viga, y que estando colgado de los brazos, le mandó amarrar de los compañones (testículos). Luisillo, indio que traía por lengua (traductor) le daba en los compañones de azotes con unos cordeles de muchos ramales, y teniéndolo de esta manera, el dicho indio lengua le pedía que le diese el santuario. Y que este cacique dijo que le dejasen, que él daría lo que tenía, y que lo bajaron del tormento y que le dijo yo iré por el oro que tengo. Y que el dicho Diego Hidalgo se fue con este cacique a su despensa y que allí le dio cinco santillos de los que se ponen en los pechos, que pesaban, el uno cuatro pesos y el otro tres pesos, y los otros tres santillos a dos pesos, que son por todos trece pesos, y que el dicho Luisillo le pidió tres mantas buenas y que él haría que no lo azotasen más, y que este cacique se las dio”.[6]
La escena es semejante a la que acaece a miles de kilómetros, en Mesoamérica:
“En este tiempo se hace requisa de oro, se investiga a las personas, se les pregunta si acaso un poco de oro tienen, si lo escondieron en su escudo, o en sus insignias de guerra, si allí lo tuvieron guardado, o si acaso su bezote, su colgajo del labio, o su luneta de la nariz…
Fue cuando le quemaron los pies a Cuauhtemoctzin.”[7]
Por todas partes los dioses blancos dan muestras de su desprecio a la cultura nativa y utilizan para matar al dios que ellos mismos mataron, nada ofendía más a estos dignos cristianos que una ofensa a su Dios, a menos claro, que les escondieran un botín, y de esto da fe la imponente escena del imponente Atahualpa, cuando ataviado de sus vestiduras preciosas y en litera de oro sale al encuentro de Pizarro.
“¿Dónde están los dioses traídos por el viento? El Inca llega al centro de la plaza y ordena esperar. Hace unos días, un espía se metió en el campamento de los invasores, les tironeó las barbas y volvió diciendo que no eran más que un puñado de ladrones salidos de la mar. Esa blasfemia le costó la vida. ¿Dónde están los hijos de Wiracocha, que llevan estrellas en los talones y descargan truenos que provocan el estupor, la estampida y la muerte?
El sacerdote Vicente de Valverde emerge de las sombras y sale al encuentro de Atahualpa. Con una mano alza la Biblia y con la otra un crucifijo, como conjurando una tormenta en alta mar, y grita que aquí está Dios, el verdadero, y que todo lo demás es burla. El intérprete traduce y Atahualpa, en lo alto de la muchedumbre, pregunta:
— ¿Quién lo dijo?
—Lo dice la Biblia, el libro sagrado.
—Dámela, para que me lo diga.
A pocos pasos, detrás de una pared, Francisco Pizarro desenvaina la espada.
Atahualpa mira la Biblia, le da vueltas en la mano, la sacude para que suene y se la aprieta contra el oído:
—No dice nada. Está vacía. Y la deja caer.
Pizarro siente que llegó el momento.”[8]
Éramos más y nos vencieron.
[1] GALEANO Eduardo. http://www.marxismo.org/files/LasVenasAbiertasdeAmericaLatina.pdf.p7
[2] www.mundolatino.org/cultura/borges/borges_5.htm
[3] http://pueblosoriginarios.com/textos/vencidos/14.html
[4] GALEANO Eduardo Memorias del Fuego I Los Nacimientos. http://lahistoriadeldia.wordpress.com/
[5] http://pueblosoriginarios.com/textos/vencidos/14.html
[6] PACHECO GARCÍA Mario Javier. Tibasosa, Monografía pedagógica. Korprinting E.U. Bogotá. 2010
[7] http://pueblosoriginarios.com/textos/vencidos/14.html
[8] GALEANO Eduardo Memorias del Fuego I Los Nacimientos. http://lahistoriadeldia.wordpress.com/